Los griegos fueron de origen campesino y su religión
conservó siempre el carácter que le dieron en un principio aquellos hombres
apegados a la tierra. El campesino, apenas levantado, se asoma a la puerta de
su casa y en la madrugada de la mañana, con temor y respeto, eleva su mirada
hacia la colina cercana. Allí, en la altura, reside un dios todopoderoso, Zeus,
que puede convocar todas las nubes y distribuir las lluvias.
Al pasar cerca de un montón de piedras (un herma), parecido
a todos los que a través de los campos jalonan su camino, se inclina, recoge
una piedra y piadosamente la coloca sobre las otras; este montículo es sagrado:
Hermes, el dios de los viajeros, lo habita. También es sagrada la tumba donde
descansa algún muerto conocido, un héroe local. El campesino camina observando
atentamente a su alrededor. El río que atraviesa, la fuente donde se abreva,
están poblados de divinidades. La diosa Deméter protege el campo que va a
sembrar.
Un gesto suyo, torpe o descuidado, en el mundo viviente y
sensible que lo rodea, puede ofender a un dios, herirlo y desatar su cólera. Si
sube a la montaña penetra en el ámbito menos familiar de los dioses que allí
viven. Las divinidades de la naturaleza se agitan constantemente a su
alrededor. Las ninfas de las aguas y de los bosques pasan escoltadas por la
“dama de los lugares salvajes”. Artemisa, y el marino que osa aventurarse en el
mar se somete a los caprichos de un dios irritable y celoso: Poseidón. Las olas
del mar están pobladas de nereidas y sirenas que poseen la seducción mortal de
los mundos desconocidos. Ante esta naturaleza extraña, a menudo hostil, el
griego se siente seguro en su casa, protegido por Zeus, y cerca de sus genios
domésticos.
Los griegos viven entre los innumerables dioses que ellos
mismos han esparcido por el mundo. Unos son humildes divinidades de la caza y
de los campos, asociadas a la existencia cotidiana; otros, grandes dioses más
lejanos, que suelen manifestarse por ciertos signos: truenos, relámpagos o
sueños y hasta se mezclan con los hombres, ¿Este extranjero, este mendigo —se
suelen preguntar— no será un dios disfrazado?.
Los griegos le atribuyen a la mayoría de los dioses,
apariencia y sentimientos humanos. En los tiempos primitivos de su
civilización, el griego había sentido la debilidad del hombre frente a las
fuerzas desconocidas que lo asedian y amenazan. Incapaz de explicarlas, las
atribuye a voluntades superiores a la suya, es decir, a voluntades divinas. Las
venera bajo todas las formas en que se manifiestan: en la piedra, en el animal,
en el viento, en el rayo. Después las va modelando a su imagen; un dios que
tiene forma de hombre puede inspirar temor y respeto, pero no el horror a lo
desconocido.
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